16 sept 2010

EL JUICIO DE HIDALGO

Por Fernando Pascual | 16 de Septiembre de 2010

Al conocer algunos hechos del pasado tendemos a formular juicios de tipo
ético sobre la rectitud o la maldad de las decisiones y los comportamientos
de los protagonistas. Más allá de quienes defienden una historia simplemente
narrativa, que se limitaría a decir qué ocurrió, sin valoraciones, existe
en el corazón humano un deseo de comprender y una capacidad de juzgar que
nacen de nuestro amor hacia el bien y de nuestro rechazo hacia el mal.

Conocer los hechos relativos a la degradación y fusilamiento de Miguel
Hidalgo causa reacciones de diverso tipo. Pero antes de emitir juicios de
valor, es necesario un esfuerzo sincero por acceder a buena información,
exacta y objetiva, así como entender el contexto histórico, a veces muy
diferente al nuestro, en el que tales hechos ocurrieron.

Algunos datos sobre Hidalgo resultan suficientemente claros. Se trata de un
sacerdote católico, nacido el año 1753 en el entonces Virreinato de Nueva
España (que ocupaba un territorio mucho más amplio de lo que hoy es
México). En 1810 inició, desde la parroquia del pueblo de Dolores, un
movimiento armado contra quienes se consideraban autoridades legítimas.
Reunió un numeroso grupo de seguidores, venció algunas batallas y perdió
otras.

El 21 de marzo de 1811 Hidalgo fue arrestado por las tropas que obedecían a
las autoridades del Virreinato. Tras varios meses en la cárcel de Chihuahua,
fue juzgado y condenado a muerte. Su fusilamiento tuvo lugar el 30 de julio de
1811.

Su condición de sacerdote, en aquel tiempo histórico, representaba un
problema jurídico, pues las autoridades civiles no podían ejecutar a
clérigos sin antes haber conseguido la intervención de las autoridades
eclesiásticas.

Por lo mismo, para condenar a un sacerdote, hacía falta antes un proceso
eclesiástico por el cual el sacerdote, si era declarado culpable de algunos
graves delitos ante las leyes de la Iglesia, debía ser “degradado”, es
decir, lo expulsaban del estado eclesiástico. Sólo después podía ser
condenado de sus supuestos delitos por las autoridades civiles.

La degradación de Hidalgo está narrada por fuentes históricas cercanas a
los hechos. De la colección de documentos de Juan E. Hernández y Dávalos,
que es ofrecida en formato digital en Internet, nos fijamos en dos que narran
la sentencia y los actos con los que quedó degradado el famoso cura
michoacano.

El primer documento recoge la sentencia eclesiástica dictada contra el cura
de Dolores, don Miguel de Hidalgo y Costilla, el día 27 de julio de 1811, en
la “villa” de Chihuahua. La sentencia tiene en cuenta la serie de
acontecimientos derivados a partir de la insurrección de Hidalgo, así como
diversas faltas graves contra las autoridades eclesiásticas. Leemos parte del
texto (cf. www.pim.unam.mx/catalogos/hyd/HYDI/HYDI033.pdf, al cual accedo el
28-8-2010):

“Habiendo conocido juntamente con el señor comandante general de las
Provincias Internas de Nueva España, brigadier de los reales ejércitos, don
Nemesio Salcedo, la causa criminal formada de oficio al bachiller don Miguel
Hidalgo y Costilla, cura de la congregación de los Dolores en el obispado de
Michoacán, cabeza principal de la insurrección que comenzó en el sobredicho
pueblo el día 16 de septiembre del año próximo pasado (1810), causando un
trastorno general en todo este reino, a que se siguieron innumerables muertes,
robos, rapiñas, sacrilegios, persecuciones, la cesación y entorpecimiento de
la agricultura, comercio, minería, industria y todas las artes y los oficios,
con otros infinitos males contra Dios, contra el rey, contra la patria, y
contra los particulares; y hallando al mencionado don Miguel Hidalgo
evidentemente convicto y confeso de haber sido el autor de la tal
insurrección, y consiguientemente causa de todos los daños y perjuicios sin
número que ha traído consigo, y por desgracia siguen y continuarán en sus
efectos dilatados años; resultando además, reo convicto y confeso de varios
delitos atrocísimos personales, como son entre otros, las muertes alevosas
que en hombres inocentes mandó ejecutar en las ciudades de Valladolid y
Guadalajara, cuyo número pasa de cuatrocientos, inclusas en ellas las de
varios eclesiásticos estando a su confesión, y a muchísimos más según
declaran otros testigos; dado orden a uno de sus comisionados para la
rebelión, de dar muerte en los propios términos a todos los europeos que de
cualquier modo se opusiesen a sus ideas revolucionarias, como acredita el
documento original que el reo tiene reconocido y confesado; haber usurpado las
regalías, derechos y tesoros de su majestad, y despreciado las excomuniones
de su obispo y del Santo Tribunal de la Inquisición, por medio de papeles
impresos injuriosos, cuyos crímenes son grandes, damnables, perjudiciales, y
tan enormes y en alto grado atroces, que de ellos resulta no solamente
ofendida gravísimamente la majestad divina, sino trastornado todo el orden
social, conmovidas muchas ciudades y pueblos con escándalo y detrimento
universal de la Iglesia y de la nación, haciéndose por lo mismo indigno de
todo beneficio y oficio eclesiástico”.

Es interesante notar que antes de iniciar la larga lista de acusaciones contra
Hidalgo, el documento alude al hecho de haber escuchado al “comandante
general de las Provincias Internas de Nueva España”, es decir, a las
autoridades militares. Este dato evidencia el diálogo que existía en aquella
época entre el poder civil y el poder eclesiástico. Tras un cúmulo tan
grande de acusaciones, y algunas de ellas de gravedad, el juez eclesiástico
concluye con la siguiente sentencia (recogida en el mismo documento antes
citado):

“Por tanto, (...) privo para siempre por esta sentencia definitiva al
mencionado don Miguel Hidalgo y Costilla, de todos los beneficios y oficios
eclesiásticos que obtiene, deponiéndolo, como lo depongo, por la presente,
de todos ellos (...) y declaro asimismo, que en virtud de esta sentencia debe
procederse a la degradación actual y real, con entero arreglo a lo que
disponen los sagrados cánones, y conforme a la práctica y solemnidades que
para iguales casos prescribe el pontifical romano”.

Siguen las firmas de don Francisco Fernández Valentín, canónigo doctoral de
la santa Iglesia de Durango, que actuaba en representación del obispo, y de
los testigos y participantes en el proceso eclesiástico contra Hidalgo.

El segundo documento presenta la ceremonia o rito seguido para la
degradación. Tal ceremonia puede crear extrañeza por sus diversos elementos,
pero era el resultado de una tradición de siglos en la Iglesia Católica
sobre el modo de proceder en estos casos.

El documento lleva, en la colección de Hernández y Dávalos, el siguiente
título: “Degradación y entrega del reo a la autoridad militar”, y
también se encuentra en Internet (cf.
http://www.pim.unam.mx/catalogos/hyd/HYDI/HYDI034.pdf, al cual accedo el
28-8-2010).

La degradación tuvo lugar el 29 de julio de 1811, es decir, dos días
después de la sentencia eclesiástica anteriormente citada. Tras la
degradación, Hidalgo fue entregado a las autoridades civiles, que deseaban
fusilarlo cuanto antes.

El texto que deja constancia de la degradación está firmado nuevamente por
don Francisco Fernández Valentín y los testigos. Inicia con estas palabras:

“En 29 del propio mes y año (julio de 1811), estando el señor juez
comisionado en el hospital real de esta villa con sus asociados y varias
personas eclesiásticas y seculares que acudieron a presenciar el acto,
compareció en hábitos clericales el reo don Miguel Hidalgo y Costilla en el
paraje destinado para pronunciar y hacerle saber la precedente sentencia; y
después de habérsele quitado las prisiones, y quedado libre, los
eclesiásticos destinados para el efecto le revistieron de todos los
ornamentos de su orden presbiteral de color encarnado, y el señor juez pasó
a ocupar la silla que en lugar conveniente le estaba preparada, revestido de
amito, alba, cíngulo, estola y capa pluvial, e inclinado al pueblo, y
acompañándole el juez secular teniente coronel don Manuel Salcedo,
gobernador de Texas, puesto de rodillas el reo ante el referido comisionado,
éste manifestó al pueblo la causa de su degradación, y en seguida
pronunció contra él la sentencia anterior, y concluida su lectura procedió
a desnudarlo de todos los ornamentos de su orden, empezando por el último, y
descendiendo gradualmente hasta el primero en la forma que prescribe el
pontifical romano...”

La parte final del documento vuelve a manifestar la colaboración existente
entre autoridades eclesiásticas y autoridades civiles:

“... y después de haber intercedido por el reo con la mayor instancia y
encarecimiento ante el juez real para que se le mitigase la pena, no
imponiéndole la de muerte ni mutilación de miembros, los ministros de la
curia seglar recibieron bajo su custodia al citado reo, ya degradado,
llevándolo consigo, y firmaron esta diligencia el señor delegado con sus
compañeros, de que doy fe”.

En estos dos documentos se nota el deseo de respetar la normativa vigente, es
decir, mantener en pie lo que es propio de un estado en el que se actúa
según leyes. Que las leyes sean o no sean justas, desde luego, tiene su
importancia, pero muchas veces la gente, por motivos culturales o de otro
tipo, no se pregunta por la bondad de las normas y las asume y aplica con
mayor o menor exactitud.

No explicamos los hechos que se sucedieron en las siguientes horas, y que
desembocaron en el fusilamiento de Hidalgo al día siguiente de la
degradación, es decir, el 30 de julio de 1811. La rapidez de los hechos
muestra, nuevamente, la estrecha colaboración que existía entre autoridades
civiles y religiosas, algo que era visto con cierta normalidad en aquella
época histórica.

Aunque la mentalidad moderna, sobre todo por influjo del Iluminismo, considera
que debe existir una neta separación entre las esferas eclesiástica y civil
(estatal), en los primeros años del siglo XIX todavía seguía en vigor la
praxis de una estrecha colaboración entre ambas, si bien con la conciencia de
que se trataba de dos realidades diferentes (de lo contrario no habría habido
dos procesos separados).

Puede ser discutido si la condena a Miguel Hidalgo fue o no fue justa según
las leyes de aquel tiempo. Pero antes de discutir sobre este punto vale la
pena un estudio adecuado de los documentos históricos de aquella época y de
la mentalidad que orientaba las decisiones de los distintos protagonistas
implicados en los hechos. Sólo entonces tendremos los elementos necesarios
para formarnos un juicio equilibrado sobre la mayor o menor validez de las
razones de unos (las autoridades) y de otros (los que se levantaron contra
ellas).

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