16 ago 2010

DE ARMAS TOMAR: MIGUEL MIRAMÓN

De armas tomar: Miguel Miramón

Alejandro Rosas / Historiador. El destino parecía solazarse viendo a Miguel Miramón en situaciones extremas. Ingresó al Colegio Militar en 1846, sólo para encontrarse meses después, combatiendo a las tropas norteamericanas en Molino del Rey --8 de septiembre de 1847--, y en la defensa del Castillo de Chapultepec, donde fue tomado prisionero con una herida en el rostro. “Niño héroe” sobreviviente --y desconocido--, no tardó en distinguirse por su valor, energía e inteligencia militar. Egresado de un colegio de elite, su camino ideológico estaba escrito: engrosaría las filas del partido conservador. Tenía fama de enamoradizo. Más de una mujer suspiró por el hombre de porte distinguido y buen talante que, para desgracia de la sociedad femenina, desde 1853 había quedado prendado de una joven de recio carácter: Concepción Lombardo. Siguiendo los dictados de la guerra y el corazón, Miramón puso “sitio” a la hermosa “plaza”. “¿Se quiere usted casar conmigo para llevarme a la guerra a caballo, cargando en brazos al niño y en el hombro al perico? -le preguntó la jovencita de apenas 18 años de edad. Ahora es usted capitán, cuando sea general entonces nos casaremos.” El militar sonrió. Sabía que la plaza tardaría en caer, pero sólo era cuestión de tiempo. Con las armas en la mano pero sin mucha fortuna, desde 1856 Miramón se opuso a las medidas liberales tomadas por los presidentes Juan Álvarez e Ignacio Comonfort. Dos años después, la guerra de Reforma se presentó como el escenario propicio para mostrar sus dotes bélicos. Hasta la muerte fue su cómplice. El fallecimiento de Luis Osollo, el mejor general conservador, lo convirtió en el amo y señor de los ejércitos de la reacción. Pronto, su nombre se hizo célebre. Le llamaban el “Joven Macabeo” porque recordaba al legendario héroe bíblico, Judas, que en las campañas militares por la defensa de su religión combatía con la ferocidad y destreza de un león. Sólo le bastaron algunos meses de 1858 para demostrar que no tenía par. Era sin duda la mejor espada del partido conservador. Con los triunfos en la mano, el ejército liberal en aparente derrota, y ya todo un general, don Miguel regresó a la ciudad de México a dar una batalla personal: casarse con la mujer que le quitaba el sueño desde 1853. El destino volvió a llevarlo al límite. En diciembre de 1858, en plena guerra de Reforma, una revolución al interior del propio partido conservador le otorgó el mayor cargo al que puede aspirar un mexicano: la presidencia de la República. A sus 27 años de edad, sería el presidente más joven en toda la historia de México. Y sin embargo, militar por pasión y vocación, al tener conocimiento de su elección, demostró su descontento, volvió a México el 21 de enero de 1859 y rehusó toda escolta, toda demostración oficial. Militar antes que político, restableció en la presidencia a Félix Zuloaga. El gusto fue efímero. Su carisma, las notables victorias y su propia convicción lo elevaron a la primera magistratura del país, en el día de la Candelaria. Durante el tiempo de su gestión no despachó en Palacio Nacional, lo hacía en los campos de batalla. Prefirió seguir al frente de la campaña contra el ejército liberal y el gobierno de Benito Juárez, que sentarse junto a un escritorio a escuchar necedades. No era un hombre de política, era un hombre que respiraba pólvora. Sus acciones militares en la guerra de Reforma fueron, sin duda, épicas. Se hacía acompañar por sus “doce apóstoles” y con ellos batió a cuanto general liberal enfrentó. Los “apóstoles” no predicaban la palabra de Dios. Sus bocas escupían el fuego de la muerte: eran doce poderosos cañones en los que el Macabeo confiaba para alcanzar el triunfo de su causa. Aunque conservador, su juventud lo alejaba de las posiciones radicales de los demás miembros de su partido, muchos de ellos, mayores de cincuenta años, fogueados en el terreno de la política desde la década de 1820. Así lo demostró en su manifiesto a la nación del 12 de julio de 1859 --conocido como “La Hermosa Reacción”--, donde establecía la necesidad de una gran transformación nacional, de una verdadera “reforma”, que para sorpresa de muchos, coincidía en algunos puntos con la del partido liberal. Había llegado la hora de los cambios profundos. Creo que debo emprender las reformas administrativas, así creo interpretar rectamente ese hermoso grito: “reacción”, que resuena por todos los ángulos de la república, y que hoy no expresa otra idea que la de renacimiento, reconstrucción del edificio social. La hacienda pública, la justicia, el ingreso nacional y la educación debían ser los pilares básicos de su gobierno. Y al igual que el credo de los liberales, en el centro de la gran reforma estaba el individuo. “Estoy íntimamente persuadido de que ningún gobierno se ha consolidado en el país porque ninguno ha cuidado de proporcionar al público el bienestar individual. Los males de México no están en la política, sino en la administración”. En un hecho sin precedentes en el partido conservador, el general se atrevió a presentar a Estados Unidos como un modelo de bienestar. No intentaba buscar su auxilio ni copiar sus instituciones --tan ajenas a la realidad mexicana--, simplemente lo consideraba un ejemplo del desarrollo. “¿Y quién al lamentar la suerte infausta de México, este hermoso país, no se preocupa en primer lugar de la hacienda pública, no suspira por los medios de viabilidad de la república vecina, por la actividad de comercio que allí reina, por los elementos verdaderos de riqueza nacional? ¿Quién no ve en la abundancia de trabajo, el bienestar individual consiguiente, los cimientos de una paz estable que nuestros grandes políticos no han podido darnos?”. La gran reforma conservadora, sin embargo, no contemplaba el problema de fondo. Limitar el poder político y económico de ese “estado” que se había creado dentro del Estado mexicano: la iglesia. Mucho menos tenía previsto poner en circulación las propiedades del clero --llamadas de manos muertas-- para impulsar el desarrollo de la economía nacional a través de pequeños propietarios. No hubo tiempo siquiera de pensarlo. No había sonado todavía la hora de la reconstrucción, seguían hablando las bayonetas. Bella pieza retórica, el manifiesto de Miramón, dormiría el sueño de los justos en el gran acervo documental de la nación mexicana. En 1860 el conflicto bélico se encontraba en su tercer año y súbitamente el clero retiró su apoyo económico al presidente conservador. Las derrotas no tardaron en aparecer. Con el apoyo nada despreciable de Estados Unidos, y la Providencia actuando en favor de los liberales, Juárez hizo ver su suerte a Miramón: el joven Macabeo nunca pudo tomar el puerto de Veracruz, ciudad donde estaba asentado el gobierno juarista. En diciembre, el liberalismo marchaba triunfante hacia la capital de la república. Don Miguel dejó la presidencia, y junto con su esposa, partió rumbo a Europa. A los 29 años iniciaba el declive de su carrera militar. En julio de 1863, no sin ciertas dudas, regresó a México y ofreció sus servicios al imperio. Tratado con desdén por los oficiales franceses y ante la incomodidad que su carisma y popularidad provocaron en Maximiliano, aceptó una absurda comisión del emperador para marchar a Berlín a estudiar tácticas militares. Era prácticamente otro exilio. Fue la etapa más triste de su vida. Humillado en lo más profundo de su ser, alejado de la patria y viviendo penurias económicas, fue víctima de la desesperación. Intentó, incluso, acercarse a Juárez y otorgar su experiencia militar a la causa de la República. Don Benito no se tomó la molestia de responder. Volvió a México en 1866, cuando los franceses habían anunciado su retirada de México y Maximiliano, abandonado por sus aliados extranjeros, no tuvo más remedio que depositar su confianza en el partido conservador, al que tiempo atrás había desdeñado. El general sabía que la situación del imperio era irremediable pero la carrera de las armas era su vida. Más cercano a la Patria que a su familia, la guerra le devolvió el ánimo. Y con nuevos bríos, se batió como en sus mejores tiempos. En los primeros meses de 1867, en un furioso ataque sobre Zacatecas, Miramón estuvo a escasos metros de aprehender a Juárez -su acérrimo enemigo. La suerte favoreció a don Benito y la ilusión del triunfo se tornó en amarga derrota. En la defensa de Querétaro, selló su destino. Tras un largo sitio de sesenta y dos días, --con heroicas jornadas y alguno que otro amorío--, el 15 de mayo de 1867, la vieja ciudad colonial cayó en poder de la República. Un mes después, un consejo de guerra lo sentenció a morir fusilado junto con Maximiliano y el general indio Tomás Mejía. “Próximo a perder mi vida y cuando voy a comparecer en la presencia de Dios, protesto contra la acusación de traidor que se me ha lanzado al rostro para cubrir mi ejecución. Muero inocente de este crimen, con la esperanza de que Dios me perdonará y de que mis compatriotas apartarán de mis hijos tan vil mentir, haciéndome justicia”. En el cerro de las campanas las balas del pelotón cegaron su vida. Y como la viuda se resistiese a perder por completo a su esposo, ordenó que se extrajera el órgano vital de su marido. De esa forma le fue entregado “aquel noble corazón que tanto me había amado”, el cual colocó en una urna iluminada permanentemente por una lámpara. “Tengo el corazón de mi esposo --solía comentar--, que pienso llevármelo a Europa y tenerlo siempre en mi recámara”. Sorprendido por la macabra reliquia, un sacerdote la persuadió para que dejase descansar en paz al valiente general. Mientras caía la tierra sobre el último vestigio del guerrero, Concha se hizo una promesa de amor para el resto de su vida: “Péguese mi lengua a mi boca si llegara a olvidarte”. Cincuenta y cuatro años después, se volvieron a encontrar.

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